Jacqueline Berger
Traducción: V. Coccoz, C. Cuñat y D. Maestre
Existe la mirada que encierra, la mirada que da una perspectiva, la mirada que te hace sentir que estás creciendo, la mirada que se clava en ti, la mirada que reconoce el eco del semejante, la mirada que separa, la mirada que disloca, la mirada que tranquiliza, la mirada que aliena, la mirada que confiere existencia al Otro en tanto que ser separado de su propia existencia…
Y es que la mirada, como lo podemos constatar cada día en nuestra vida cotidiana, resulta ampliamente influida por la idea que tenemos de aquello que una etiqueta, una categoría, una palabra designan.
Si me presento ante vosotros como periodista o como madre concernida por la problemática autista, o como cualquier otra cosa que elija poner por delante, la mirada que vais a poner en mi, en mi intervención de hoy, resultará ligeramente diferente, aparecerá determinada por lo que sabéis de tal o cual categoría que me designa como incluida en un grupo.
Yo escribí el libro “Salir del autismo” con la esperanza de producir un cambio aunque fuera pequeño, aunque fuera mínimo, en la mirada que cada uno de nosotros ponemos en las personas que agrupamos bajo el significante de autismo.
– Para que se miren de otra manera los desórdenes visibles, los síntomas que saltan a la vista y que a veces, incluso, petrifican a los que tenemos en frente, aniquilando la posibilidad de su pensamiento al provocarles reflejos de miedo o de angustia.
– Para que estas manifestaciones sean comprendidas por lo que son: manifestaciones de sufrimiento, y no como la rúbrica de un estado de deficiencia irremediable o como algo amenazante para uno mismo.
Cuando miramos las cosas de esta manera -y esto es tan importante para un niño con dificultades que, como todos los demás niños, es un sujeto en construcción- estamos dando a este niño otra pequeña oportunidad de “terminar de nacer”, según la expresión que tanto me gusta de Barbara Donville o, lo que es lo mismo, de entrar en la sociedad.
Y es aquí donde está en juego la mirada de cada uno de nosotros y no sólo la de los padres o de los allegados está en juego: es necesario que esta sociedad tenga ganas de comprender lo que está en juego para niños que no crecen de manera ordinaria, es necesario también que acoja los desvíos dentro de una normalidad ambiental, que entienda que en estas diferencias hay también una fuente de riqueza y creatividad.
A contracorriente del discurso que categoriza con exceso los síntomas hasta perder el deseo de buscarles un sentido…, quisiera hacer oír que existe la posibilidad de una evolución positiva de los síndromes autistas, que los niños calificados de «autistas» no están programados para permanecer encerrados dentro de su estructura ni para ser esencialmente autistas, que hay tantos autismos como niños diagnosticados como tales, que una vez establecido el diagnóstico y los sufrimientos reconocidos, hay que olvidarlo para construir el camino singular de cada uno, porque no hay un modelo, queda todo por inventar para cada sujeto, en cada caso y esto exige una energía considerable para los padres y para todos los que se ocupan de ellos.
El deber de la sociedad entera es ayudarles. Ellos necesitan ayuda material, necesitan recursos, pero ante todo necesitan esta fraternidad de una mirada que no evalúa antes de comprender, que no se siente en peligro por la diferencia, que, incluso y sobretodo, busca alimento en esta diferencia. Ahí empieza la reparación mediante el vínculo, ahí empieza un intercambio mutuo. Abrir este camino es un trabajo largo y agotador, pero da sus frutos y esto tan sólo se puede plantear si terminamos con la convicción de que el estado autístico es una fatalidad: un defecto insuperable de genes y de neuronas defectuosas. Ello será posible sólo si la angustia por el futuro deja de teñir las miradas y ellas pueden abrirse al presente.
Es el miedo el que actualmente nos lleva a clasificar a los niños en categorías cada vez más afinadas según sus comportamientos. Es, realmente, el miedo el que hace leer cualquier diferencia con el prisma de la deficiencia, de la falta. Las denominaciones estancas que tienden a excluir del campo de la humanidad común se multiplican cada vez más para preservarnos de algo que, de otro modo, nos tocaría demasiado íntimamente.
Y, sin embargo, ¿es preciso recordarlo? Entre lo patológico y lo normal hay un continuo. Sí, ¡uno se puede deslizar de un lado a otro en los dos sentidos, en un momento dado, en una vida, con una o dos generaciones de por medio!
He escrito este libro con la aspiración de llegar a un público exterior del que se podría denominar «el mundo del autismo», un público más amplio que el de los padres, el entorno en sentido amplio, porque la mirada que se pone en los síntomas de un niño en construcción es capital; ya que el pequeño humano, el muy pequeño ser humano, cualquiera que sea su manera de crecer, sean cuales sean sus enfermedades, sus sufrimientos, se construye, en primer lugar, ante la mirada de los otros. Hay miradas que abren a un porvenir, que abren perspectivas o, a la inversa, que encierran.
Hay miradas, proyecciones relacionadas con el vocabulario empleado y con la fijeza que transmiten, que sostienen o, por el contrario, que hieren aún más.
He querido centrar esta intervención en el tema de la mirada en el autismo infantil porque hay dos maneras de contemplar a los niños con dificultades tan importantes de relación y de comportamiento: o bien mirarlos a través de lo que les falta o bien considerar, en primer lugar, sus capacidades.
Un niño atrapado en la problemática del autismo es devorado por angustias multiformes, por miedos cuya intensidad no nos imaginamos. Estamos hablando de niños que no han podido investir la mirada del Otro como algo que contiene, algo que permite explorar un espacio seguro entre él y el Otro, que le permita sentir que existe en un continum con límites.
En estas condiciones, la mirada siempre puede producir fracturas, puede resultar punzante, perseguidora. En estas condiciones, también, el don de una mirada benévola, que contiene, que se deja guiar por lo que ocurre en el momento, en términos de emoción, de relación, es tanto más necesaria y reparadora.
Este don es la gratuidad plena y entera. Es lo contrario de una mirada cerrada, de la mirada del que sabe, que proyecta demasiadas imágenes que no se corresponden con lo que el niño siente. Se trata de una mirada que no se deja enseñar por el niño.
Estos niños, más que otros, durante más tiempo que otros, estos niños necesitan una mirada que busca una concordancia emocional y afectiva para comprometerse en el vínculo con el otro, con la mutualidad que esto supone.
El titubeo de la mirada supone el abandono de la búsqueda de una certeza, supone tomar el riesgo de no saber, de equivocarse. Pero no se vive sin riesgo y éste es más fecundo, más portador de vida que las proyecciones poco gloriosas que les encierran, rápidamente, en un destino seguro, categorizado según los principios teóricos válidos para todos.
Cuando se habla de los más pequeños, con los que todo queda por construir -en los estudios científicos, se evoca, cada vez más a menudo, la plasticidad neuronal- la mirada que se detiene en el “pleno” es más creativa, es la que devuelve el individuo a su existencia entera, como individuo, porque respeta lo que hay de positivo, porque empuja hacia el salto existencial, sin reducir la dimensión del ser a sus dificultades.
Esta mirada ofrece la posibilidad de seguir en lo cotidiano ya que todo se juega en lo cotidiano, en los pequeños hechos y gestos, en las palabras menudas, así como en los tiempos de atención y de educación.
Una pregunta que sigue sin respuesta, un acto inapropiado frente a una demanda -aunque esta demanda sea, ella también, inapropiada-, se añade a las heridas que alimentan un sentimiento de inexistencia ya demasiado imponente.
Esta mirada otorga la capacidad de dar seguridad, de contener, la necesidad de controlar sus propios miedos, de interrogarse sin cesar sobre lo que alimenta nuestra propia mirada sobre el mundo y sobre el Otro. Esto lleva a veces a confrontarse con vértigos personales porque los terrores que sienten estos niños son también los nuestros, sentidos en un momento u otro de nuestra existencia, dominados, poco a poco, gracias a la suerte, al amor de los seres queridos…
Si estamos bien es también porque hemos escapado al estupor, entendida como petrificación de las emociones pero, en cada uno de nosotros, hay huellas de estas heridas existenciales, de estos grandes miedos fundamentales relacionados con el temor a la muerte. Y no se precisa gran cosa para reactivarlos.
No hay una manera única de estar en el mundo, una manera única de triunfar en la vida sino que cada ser humano se construye integrando en su interior las diferentes miradas de los otros. Y la mirada está cargada de nuestros sentimientos conscientes pero también de nuestras emociones inconscientes.
No he querido dar testimonio de mi historia personal sino de este peso de la mirada para que cada uno de nosotros se sienta concernido. He experimentado a lo largo de mi recorrido como madre el consuelo de la mirada que ayuda a sentirse orgullosa, que ayuda a sortear dificultades, a encontrar soluciones, a tomar conciencia de su propia mirada sobre su niño, y a estar feliz de cambiarla, porque le alegra la vida al sentirse pertenecer a la comunidad de los otros. También he experimentado la amargura de miradas que hunden en un papel de víctima, que excluyen, que minan la confianza en uno mismo, que descalifican.
Los padres no pueden estar solos aunque se agrupen entre ellos. Necesitan a toda la sociedad para inventar sin cesar nuevas soluciones, reales y humanas, que no estén únicamente bajo el semblante de la inclusión, sino que les permitan una inscripción verdadera en la comunidad humana; arreglos singulares que hacen atemperar la angustia ante el mundo y que permiten a las creatividades singulares realizarse en pos del enriquecimiento de todos.
El bienestar no puede conformarse con respuestas estandarizadas, protocolarias, reproductibles de uno a otro, que engendren guetos. No existen soluciones masivas al autismo y la vía de la esperanza me parece que se encuentra en la preservación de la variedad, en la agilidad de las pequeñas estructuras que promueven la creación.
Los niños gravemente perturbados necesitan, más que nada, una mirada que no evalúe antes de ver, que no lo mida todo con un rasero estándar, una mirada que dé a los otros la posibilidad de ser plenamente lo que es, por muy extraño e incómodo que sea.
Una mirada que de existencia, que no busque dominar. Es una mirada que da, que sostiene, que comparte, que no afirma su superioridad aunque sea por la vía indirecta de la piedad.
El texto que acá se presenta es una intervención realizada en el congreso sobre "La especificidad de los funcionamientos de la persona con autismo" el 28 y 29 de enero de 2010 en Dijon (Francia), en la sesión titulada "La mirada de los otros sobre el funcionamiento singular del niño autista".
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