Por: Lizbeth Ahumada

Es en la crisis
donde el psicoanalista encuentra su lugar y ésta no ha sido la excepción.
El intervalo que cubre el tiempo escolar, para muchos autistas y
sus familias, se ha convertido en el espacio necesario para las
conquistas subjetivas (no sin sobresaltos, no sin sorpresas, no sin
exigencias), entendidas frecuentemente como un resultado educativo. El límite
en la mayoría de casos es la culminación, si se da, de la escolaridad básica,
es la finalización del periodo entendido como productivo.
Sin embargo, a pesar
de todo pronóstico, algunos logran ir más allá y cruzar esta frontera estática
y espúrea. Llegan a la Universidad a estudiar una carrera profesional. Es en
este ámbito donde se encarna actualmente (paralelamente a la escuela) la
inquietud y la demanda de saber cómo acoger a las personas autistas, cómo poner
a su servicio el saber –estandarizado- del Otro: asistimos al
desplazamiento de la crisis de la escuela a la universidad. Y es sobre este
escenario de educación universitaria donde confluyen, para cualquiera, también
para los autistas, las preguntas por el ser de maneras más acuciantes: la
sexualidad, la relación con los otros, la inserción laboral, etc. Hacernos
cargo de la crisis a nivel del sujeto es a lo que estamos llamados, pero esto
implica también, poder hacer de la impotencia del Otro de la educación, una vía
posible para toparse con lo imposible y desde allí fundar el límite, no de la
edad, sino de la estructura, y tomar el vigor necesario para acompañar a aquel
que nos lleva la delantera en lo que a lo real imposible se refiere. Nicolás,
un joven de 25 años, me lo expresa así: “estudiar una carrera como las
matemáticas es solo continuar con mi forma de pensar, es fácil una maestría, un
doctorado; pero, entender a los otros, sus reacciones, y actuar
asertivamente en grupo sin perturbar, eso es lo que no he podido aprender”.
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